miércoles, 31 de octubre de 2012

La culpa y el gusto del no hacer nada


Durante cuatro años me he venido levantando todos los días a las seis de la mañana, pasado seis horas por la mañana asistiendo a clase, para después comer raudo y veloz y conducir 100 kilómetros para trabajar en otra ciudad. De lunes a viernes. Y los fines de semana, trabajando igualmente. Mi tiempo se dilataba hasta límites insospechados y era capaz de hacer mil cosas a la vez. Durante cuatro años. Ahora todo ese trajín, de golpe, se ha frenado, y comienzo a vivir una vida más tranquila. Ya no tengo que madrugar, soy dueño de mi propio trabajo (o de mi propia falta de trabajo, en muchas ocasiones), no tengo una nómina maravillosa pero en cambio tengo bastante tiempo para dedicarme a seguir formándome y a tirar por mi propia empresa. Y ahora tendría que venir la recompensa a todo este trabajo. Pero mientras no llega, (si es que llega en algún momento) creo que me merezco, de todos modos, unas buenas vacaciones. Las que hace casi dos años no me pude permitir por falta de tiempo. Pero he llegado a la conclusión de que no sé hacerlo. Quiero decir, que me encantaría pasarme tres semanas sin hacer absolutamente nada, pero si me paso una mañana rascándome las bolas enseguida me empiezo a preocupar, a pensar en el futuro, a pensar en cómo hacer para seguir teniendo trabajo, en que la máquina no se pare, en qué va a ser de mi. Y es un coñazo. Exijo (me exijo de hecho) el derecho a no hacer absolutamente nada, a pasarme días y días viendo cine, leyendo libros, mirando por la ventana, escuchando música, rascándome la nariz, sacándome pelotillas del ombligo, lo que sea!. Es un aprendizaje como otro cualquiera, pero que después de cuatro años de estrés absoluto, creo que me lo tengo merecido. El derecho a no hacer nada. A mirar para el aire. A poder pensar en nada más que en las nubes que pasan o en que el gato tiene legañas y hay que quitárselas. Por que de ahí, de esa sensación cercana al aburrimiento, es de donde estoy seguro que parten las grandes ideas. 

3 comentarios:

Diancecht dijo...

Ese es el nivel principiante. El modo experto es no hacer nada y que te paguen por ello. Y de esos hay muchos.

Juan Tallón dijo...

Extraordinario relato. Su caso no es único, aunque a mis ojos, digno de estudio. Admiro a la gente de acción. No me gustaría parecer pretencioso, pero yo sé rascarme las pelotas, así que le aconsejaría que coja su cartera, abríguese, salga a la calle, diríjase a la mejor tienda de muebles de la ciudad, y compre al contado el mejor sofá que haya. No el casi mejor, o uno bueno, a secas. Eso no vale. El mejor. Normalmente es también el más caro. En mi experiencia, la posibilidad de la vagancia pivote sobre que haya un buen sofá en casa. El sofá hace la actitud. Dicho esto, le aconsejaría que no me hiciese caso. Si usted es un hombre de acción no debe tener un buen sofá; sí una buena silla. La silla es lo suficientemente cómoda, pero lo bastante hijoputa, para mantener a uno ocupado. Personalmente no sé dormir en una silla, ni leer un libro, ni ver una película. En fin, no me haga caso. Me gusta divagar. Creo que se lo he dicho, pero las cosas se dicen, y del mismo modo se olvidan, así que se lo repito: gran texto.

Dragomira dijo...

Juan, gracias por tus palabras, es un gusto tenerte de paso por este blog que tan sólo hace dos días he vuelto a poner en marcha después de dos años parado.
El caso del sofá es peliagudo, porque al tener gatos es imposible hacer gasto en ese mueble, porque sabes que tarde o temprano va a acabar destrozado por sus garras inclementes.
Me gusta lo de "hombre de acción". Nunca me había descrito a mi mismo de esa manera, pero en cuanto me paro, siento que no estoy hecho para estar en casa demasiado tiempo. Y es una putada, está claro, y me gustaría aprender poco a poco a estar un par de días leyendo sin sentirme culpable por no estar "a pie de calle".
Lo dicho, un placer tenerte por aquí.