La primera vez que escuché hablar de este lugar fue sin duda en el colegio, muy de pequeñito, allá por el principio de lo ochenta del pasado siglo, en clase de Gallego. Se nos decía de él que era un lugar muy especial cuya peculiaridad era que si no ibas de vivo en peregrinación, cuando te murieses ibas a tener que ir hasta allí de todos modos, cargando con el peso de la muerte, de la culpa y de la podredumbre, adivino. Vamos, que en caso de apocalipsis zombie, no es un lugar seguro para guarecerse ni para establecer el campamento base.
El asunto es que esta obligatoriedad celestial de tener que ir allí sí o sí parte de un sentimiento tan vil y humano como es la envidia pura. Cuenta la leyenda que el Santo de este lugar, ante el aluvión de visitas que estaba recibiendo el santuario de Santiago (y eso que de aquellas todavía no estaba hecha el mastodóntico Gaiás y su Ciudad de la Cultura), se quejó al Altísimo y éste se le apareció allí mismo en compañía de San Pedro (se supone que le había acompañado al lugar como quien acompaña a un colega a por tabaco o al 24 horas), asegurándole que no tendría más motivos para estar cariacontecido, tristón y envidioso, porque Dios mismo le aseguraba que todo aquel fiel que no fuese a su santuario en vida, lo debería hacer una vez muerto. Toma ya. Eso es marketing en estado puro. Eso es saber hacer las cosas. Eso es ser un auténtico Dios de las Relaciones Publicas. Hecho esto, San Andrés se puso muy muy contento y todo comenzó a ir de perlas en el santuario.
Como anécdota está bien, apuntalando la consabida realidad de que quien no llora no mama. Lo malo es que al fin y al cabo El Buen Dios está premiando la envidia y la pataleta. Por eso es que hay otra leyenda que sustenta la venta de camisetas y recuerdos en este lugar. Dicen los más viejos del lugar que San Andrés, discípulo de Jesús, viajó en su barca hasta este lugar, naufragando en la costa, convirtiéndose su barca en el peñasco conocido como A Barca de San Andrés. Una vez allí, comenzó a darle la murga a los pobres castrexos para que se convirtieran a la verdadera religión. Pero estos no le hicieron mucho caso, y bastante buenos fueron que no lo atravesaron de lado a lado con una falcata ni tampoco lo corrieron a boinazos como solía ser la tradición. Ésa falta de vocaciones provocó en el depresivo santo un entristecimiento mayúsculo, ante lo cual, se le apareció por allí Dios y San Pedro (este dato de ir acompañado no falta nunca, se ve que a esta zona ni Dios quería venir solo), y se le hizo la cesión a perpetuidad de una romería en la zona con el epígrafe conocido: quien no fuese allí de vivo, lo haría de muerto. Vamos, que se ve que a el Señor del Cielo le caía muy bien San Andrés si no no se explica tamaño regalo por la pérdida de una chalupa y por hacer su trabajo como el culo.
Hasta aquí los datos históricos. El caso es que sin comerlo ni beberlo ni haberme levantado con eso en la cabeza, entre unas cosas y otras hoy he acabado allí. He ido a As Pontes de García Rodríguez, y tenía cuatro horas libres antes de tener que presentarme en Ortigueira, con lo que mirando en mi guía de viajes he descubierto que cerca de allí estaba aquel legendario lugar que me remitía a los libros de lecturas de la EGB. Así que allí me fui. Pero me fui, creo, por el lado largo.
Tradición y modernidad en estado vacuno
El caso es que desde Ortigueira cogí todo por el monte arriba, por unos caminos impresionantes, desde los que se pueden ver unas vistas alucinantes por un lado (allí está el acantilado más alto de Europa, dicen los lugareños), y por el otro, caballos y vacas salvajes. De hecho, cuando ya mi vértigo estaba empezando a molestarme dada la altura a la que me encontraba, veo que en el medio de la carretera está tirada una ternera, toda pancha. Con la madre al lado mirándome con cara de "como la toques vas tú y tu coche ladera abajo". Armado de paciencia me fui a la cuneta (del lado interior, por supuesto) y pude pasar sano y salvo tras hacer muchos cálculos para no rozar al impertérrito animal. Bueno, el asunto es que merece la pena venir por este lado, la vista es una maravilla, y la conjunción de vacas, acantilados y molinos de viento unen más los conceptos de tradición y modernidad que un disco de Luis Cobos o incluso que el rapeado de versos de Calderón.
El santuario en sí es de un gótico marinero muy bonito, las casas que lo rodean están muy bien conservadas, pero se lleva la palma el enclave en el que se encuentra, absolutamente impresionante. No me extraña que haya sido un lugar de culto desde la Edad del Hierro, en época castrexa. Un enclave especial, dotado de esa magia que tan bien la Iglesia supo aprovechar para transformar el culto autóctono en culto cristiano, como bien nos cuenta san Martín de Dumio en su gran bestseller de la época De correctione Rusticorum, verdadero manual de cómo transformar los cultos prerromanos en civilizados ritos cristianos. Pero bueno, esto ya es otro tema y será otro quien lo deba explicar...